Cuando Albert Einstein murió, un día como hoy en 1955, su cerebro fue donado con el propósito de poder servir a la investigación. Le sacaron fotos y lo diseccionaron en 240 bloques que se convirtieron luego en más de 2000 piezas analizadas microscópicamente por casi dos decenas de investigadores en todo el mundo.
En general, lo excepcional era la gran densidad de neuronas y la mayor proporción de células gliales (las que rodean a las neuronas para darles un sostén histofisiológico) en ciertas áreas del cerebro y una anatomía llamativa de los lóbulos parietales, encargados de procesos sensoriales y atencionales.
Más recientemente, un laboratorio logró acceder a 14 fotografías inéditas que tenían marcadas –como si fuera un mapa– qué partes correspondían a cada una de las piezas microscópicas que se habían generado. Esta vez, el cerebro de Einstein fue comparado con el de otros 85 humanos. Estos hallazgos fueron más llamativos.
Si bien el peso era comparable al de cualquier cerebro promedio, su morfología era significativamente distinta: mayor abundancia de surcos y circunvoluciones (las estructuras clásicas que le dan ese aspecto corrugado al cerebro), por ejemplo, en regiones de la percepción sensorial, del control de la cara y de la región evolutivamente más nueva del cerebro, la corteza prefrontal, que nos permite planificar y ejecutar complejos algoritmos entre otras funciones. Los investigadores, además, encontraron que en toda la corteza existían organizaciones anatómicas atípicas. Probablemente éstas tuvieran un uso de la corteza motora muy distinto al habitual, pues a partir de las fotos se dedujo que tenía una gran asociación entre lo motor y lo conceptual.
No sabemos si estos cambios fueron causa o consecuencia de su brillantez. Es muy probable que haya sido una combinación de ambas: haber nacido con un cerebro que lo predispone a un procesamiento intelectual extraordinario y haber vivido experiencias que motivaron a ese cerebro privilegiado.
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