Cuando pensamos en la vida cristiana, muchas veces caemos en la tentación de aparentar una perfección que no tenemos. Sin embargo, Dios no busca rostros pintados de religiosidad ni corazones cubiertos de orgullo, sino almas sinceras que se muestran tal cual son.
Un honesto que se equivocó es aquel
que, aunque tropieza, tiene la valentía de reconocer sus errores y presentarse
delante de Dios con transparencia. Esa honestidad abre la puerta a la
restauración. Pedro negó a Jesús, pero lloró con amargura y se arrepintió;
David cometió pecado, pero dijo con el corazón: “Contra ti he pecado, Señor”.
En ambos casos, la sinceridad trajo perdón y nuevas oportunidades.
En contraste, un mentiroso que se cree
perfecto vive atrapado en la falsedad. Sus palabras no coinciden con sus
actos, y su corazón se esconde detrás de una fachada de justicia propia. Puede
engañar a los demás e incluso a sí mismo, pero nunca a Dios. La Biblia nos
advierte que Él mira más allá de lo exterior y escudriña lo profundo del
corazón. El que finge no necesita arrepentimiento, porque en su engaño cree que
no ha fallado, y ese orgullo lo mantiene lejos de la gracia.
Jesús mismo lo dejó claro: vino a llamar a los
pecadores al arrepentimiento, no a los que se sienten justos. Y es que un
pecador sincero, que confiesa sus faltas, tiene más esperanza de ser
transformado que alguien que vive de apariencias.
👉 La enseñanza es contundente: Dios no busca perfección fingida, busca
verdad en lo íntimo. Prefiere al que cae, pero reconoce su caída, antes que al
que aparenta estar en pie mientras se sostiene en una mentira.
Así que no temas reconocer tus errores, porque
el Señor no rechaza un corazón sincero y arrepentido. Más bien, huye de la
mentira y de la apariencia, porque eso solo crea distancia entre tú y tu
Creador. La verdad, aunque duela, siempre será el camino que abre las puertas
al perdón y a la restauración.
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